Si tuviera otras vidas, en una de ellas me gustaría, no ser pájaro. Ser ornitóloga (también entomóloga, pero un poco menos). Ornitóloga de finales del XIX. Darme largas caminatas con pantalones de hombre color caqui, un sombrero, una cesta llena de sándwiches, agua, un block y pinturas y unos buenos prismáticos. Encontrar un lugar silencioso y cómodo, y quedarme allí durante horas mirando a los pájaros cortejarse, jugar y revolotear mientras voy haciendo preciosos dibujos de sus plumas llenas de colores, y los voy clasificando, nombrando, reconociendo.
Uno de los mejores momentos de mis días en Cantabria, fue la visita casual y el encuentro con el observatorio de aves de las marismas de Isla. Iba con mi padre y buscábamos la playa en el único ratito de sol en cuatro días. Pero no llegamos a nuestro destino. Nos desviamos al ver un cartel que anunciaba la Reserva Natural de las Marismas de Noja y Santoña. Parecía increíble ese tranquilo lugar tan cerca de un pueblo lleno de terrazas y turistas. No había ni un alma. Sólo nosotros y la naturaleza en todo su esplendor: cisnes, garzas reales y garcetas, ánades reales, patos buceadores, patos cuchara, cormoranes, el zarapito real, el ostrero, el correlimos común, el chorlito gris, la aguja colinegra, el archibebe común. Era imposible resistirse a pasar allí la tarde. Embobados. Disfrutando sin preocupaciones de un precioso día de agosto.
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